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—Podéis ir en paz—. Dijo el sacerdote. —Demos gracias a Dios—. Dijeron todos los fieles en voz alta, casi que en unísono; para terminar la misa de las diez de la mañana del día jueves en la Iglesia de Lourdes, en la que no había más de 60 personas y de esas 60 personas, a ojo, unas 50 tenían el cabello blanco y sus rostros arrugados consecuencia de la experiencia, el conocimiento, la vida y los años.
Los fieles empezaban a levantarse, muchos seguían arrodillados, como buscando la reconciliación con ellos mismos y con su Dios, su todopoderoso, el que hace milagros, su esperanza cuando el día de dejar el mundo material llegue; como cuando se llega de un largo viaje, ellos esperan al fin y al cabo una gran bienvenida, pues en este lugar es donde esperan quedarse por la eternidad.
El sacerdote, como el papá de todos esos católicos de cabello blanco, no solo por el poder y su cercanía con el Todopoderoso, sino también por su edad, se veía cansado, pero su alma estaba contenta de hablar y traerles esperanza, él es consciente de todo esto y lo que sus fieles esperan, sabe que las personas necesitan creer en algo.
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La ceremonia terminó y mientras algunos creyentes salían y entraban el sacerdote cerraba su biblia y como un jugador, un jugador cuyo único reto era vencer, ganarle al peso de los años; iba calculando cada paso que daba, se alistaba para aliviar el alma pecadora de algunos de los 60 que aún allí estaban, esos 60 necesitaban contar todos los pecados que habían cometido hasta la fecha al señor que es como su Dios aquí en la tierra.
Tanta fe y esperanza por la redención, el tener su alma limpia es lo que hace que la gente vaya a la Iglesia, sea la de Lourdes o cual sea en esta ciudad, conscientes de sus culpas se les ven entrar a ese lugar religioso con la cabeza abajo, como cuando los niños traviesos han hecho alguna maldad y están listos para el regaño de sus papás.
Al salir, el cielo está teñido de un gris que trae angustia como el día del juicio de los católicos, el cielo con su gris angustia anunciaba que caería un diluvio que se llevaría a cualquiera que no estuviera preparado para ser juzgado, la gente pasa corriendo conscientes o no de lo que viene, los emboladores y la gente que ve la lluvia como una limpieza, no solo física si no espiritual se quedan a ver las primeras gotas, que como bolas de fuego, anuncian que la calma ha llegado a su fin.
Los que se quedaron a ver el espectáculo tenían sombrilla, incluidos los emboladores, que no podían dejar su trabajo botado, esperaban ansiosos que un ejecutivo, una persona con sus zapatos de cuero percudidos por el día a día, que parece ser su enemigo; se les acercara y que además del mero acto de embolar los zapatos tener una conversa, hablar, en las caras negras se les ve, esas rostros llenas de betún, betún salvaje igual que el día a día que les trae a sus clientes.
La lluvia seguía, pero el cielo en su batalla se estaba calmando trayendo tranquilidad a todos esos que por la plaza de Lourdes iban de paso, con sus caras y ropa empapadas no solo de agua si no de problemas, es que el día a día es salvaje; la lluvia seguía y la gente seguía entrando a buscar paz interior, a hablar con su Dios, mientras llovía entraron otros 20 católicos, a la entrada, cerraban sus sombrillas que parecían protectoras del peligro de la selva de cemento, mientras cerraban sus sombrillas la gente se limpiaba los pies, o los zapatos, así como cuando llega la visita, limpiarse los pies para no ensuciar el piso.
Cuando se limpiaban los pies, bajaban su cabeza, no hubo católico que no hiciera eso al entrar a la iglesia, esta vez cuando la lluvia llegó, a diferencia de ver cabellos blancos marcados la edad, entraron más personas jóvenes, con ojos multicolor, llenos de esperanza, esa que les falta a esas 50 personas de cabello blanco y ojos monocromáticos que estuvieron en la misa de diez; esos 13 jóvenes que entraron durante la lluvia no duraron más tres minutos en la iglesia, los jóvenes creyentes seguramente iban a saludar nada más.
GRACIAS POR LEER.
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