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Historias del baúl : IX. Veinticuatro

Foto del escritor: Nicolás GodoyNicolás Godoy

La marea se mueve lento con olas que se llevan todos los pecados mortales a su paso. Tranquilo estoy mirando a ese cuerpo de agua y de nuevo a tierra, mientras avanzo a una mesa de madera curtida veo a los presentes, los que siempre han estado, los que deberían estar, los que en algún futuro ya no estarán. Luego veo un pequeño bizcocho de naranja en el centro rodeado por 24 velas rojas que brillaban firmes a pesar del viento silencioso que soplaba en aquella playa.


Rodeado por arena, el mar infinito y mis sueños, aquí estoy de nuevo, todos cantan con sincronía ausente la canción del cumpleaños; de repente, fingiré sorpresa y me incomodaré mientras todos cantan, pensaré en pedir uno o dos deseos que, tal vez, jamás se harán realidad y soplaré las velas para recibir con serenidad un nuevo ciclo en mi vida… El vigésimo cuarto.


Estaba yo y quienes debían estar: Mi gato bicolor de un azul cielo por ojos, mi hermana que pavoneaba sus trenzas mientras que la salinidad del agua exorcizaba sus pecados y sus rupturas, mi padre que buscaba a toda costa la redención y mi mamá, la anfitriona, la que nació en un día de Géminis y se confundió con el Sol, a aquella bebé la rodeaban la brisa de aquellas tierras tan calmas como los arroyos que impiden que cualquier hombre los atraviese, tan amarillas que el estrés de la capital es un rumor, una vida que los pueblerinos solo ven por la TV.


A veces pienso en mi mamá ¿Qué hizo a sus veinticuatro?¿Estaba eufórica por tener la oportunidad de vivir en estas tierras?¿Se habrá dado cuenta de la alegría infinita que se inhala en la costa? Una pequeña niña a punto de ser absorbida por un mundo grande, cruel y azul.


Veinticuatro horas pasaron desde que llegué a la playa, en el aeropuerto me esperaban mi abuela, a la que no veía desde hace cuatro años. La vida en tranquilidad ha pasado frente a sus ojos, sus caderas y la meditación con la que da cada paso la invaden, son anchas como el horizonte de aquella tierra que no está encerrada por montañas, no existe pavimento, ni calles, ni carreras, ni sonidos estridentes de bocinas. Solo calma, cigarras, el reptar de las serpientes y la atmósfera de renovación al caminar libre, sin rumbo, sin señales de tránsito. Al lado derecho de mi abuela estaba mi primo, a quien no veía desde que cumplió dos y luego cinco años; ahora tiene nueve ¿Me reconocerá?¿Le habrán mostrado las fotos que hizo con mi cámara cuando apenas podía caminar?¿Recordará que cuando visitó la gris ciudad lo llevaba a pasear sobre mis hombros? Fuimos de la Luna a Saturno y de vuelta. Yo apenas tenía 17, no quería crecer. Todo era tan simple, no quería crecer.


El pueblo me recibió como la madre que recibe a sus hijos cuando llegan de la batalla. El silencio se escucha fuerte, el olor a leña y palmas de cera se palpan en el aire “prefiero esto a ver la nube café de la ciudad”, pensé.


Llegando a la casa de mi abuela las memorias de este lugar empiezan a invadirme: cuando tenía 7 años y me raspé el pecho con piedras dejando una cicatriz que aún persiste, cuando a los 10 años me sumergí en un arroyó que se llevó un anillo que mi abuelo me había dado dos horas atrás, cuando me creía un astro de la música y me ponía a jugar con la arena justo donde las serpientes habían dejado su rastro, cuando a los 5 años vi mi primera y última lluvia de estrellas, estaba casi dormido, pero en un caballo alguien me dice que mire al cielo y pida un deseo, cuando a los 12 encontramos un carnerito abandonado y mojado por lluvia, cuando a los 15 me caí de un burro porque jamás supe cómo ‘arrearlo’ o cuando a los 19 el año nuevo nos recibió en la carretera y corríamos para abrazar a la familia.


Mi corazón se agita y me pongo triste porque, aunque mi yo de 7, 12, 10 o 19 años entonces querían irse y nunca volver porque los mosquitos le destruían las extremidades, las breves experiencias hicieron que mi alma y mi mente se conectaran con este lugar y que, para el día en que llegué a los 24 me pusiera a añorar tiempos que jamás volverán. Recostado en una hamaca miro al lado, se suponía que en cualquier momento mi abuelo llegaría y diría alguna pregunta fuera de contexto sobre cómo me iba en la ciudad conquistando el amor. Él ya no está, su corazón dejó de latir hace dos ciclos solares, mientras lo recordamos mi abuela empieza a llorar, la vida “le ha dado duro”: primero pierde a su hijo hace tantas décadas en Venezuela y luego su amado de toda la vida se le va de las manos, sin darle el chance de decirle adiós.


Mi hermana y yo no sabemos qué decir o qué hacer. Estoy seguro que nuestras almas corrieron a consolarla. Jamás estamos realmente listos para perder a la gente que queremos, a pesar de que las rodeamos con nuestro cariño, cuando se van, el hueco que nos dejan es muy difícil - sino imposible - de llenar. Pocas fueron las memorias que tengo con mi abuelo pero siempre lo recuerdo ahí: serio pero vigilante, de mano firme cuando tocaba pero consejero y reparador en la mayoría de ocasiones. Recuerdo que, en antaño, en la casa de mi abuela un “palo de mangos” se lucía por sus hojas verdes y raíces que se extendían hasta la orilla del arroyo, tan alegre, tan brillante, tan eufórico; sin embargo, en el ambiente se siente la ausencia tan estridente, tan notoria que aquel árbol perdió su color, las hojas se cayeron, ahora son solo ramas que no ven la hora de caerse.


Sin embargo, la dicha regresa rápidamente porque los hijos de la ciudad volvían a esa tierras luego de cuatro años y uno de ellos estaba cumpliendo veinticuatro años. Puedo decir que, a comparación del año anterior no fueron Veintitrés, ni tampoco veinticuatro los invitados a la fiesta. Lejos de los payasos, las promesas rotas, las ausencias, las dobles llamas que destruyen el corazón y los fantasmas que te vigilan desde otro plano, estaban mis tres amigos: el luchador de videojuegos, la bruja conecta-destinos y el romántico empedernido. No los veía desde hace once ciclos lunares; han cambiado, han crecido, pero nuestra conexión se sigue sintiendo de la misma forma. Una tarde de videojuegos a mis 16, una salida para compartir vinos y cervezas a mis 22, una discusión sobre planes para dominar el mundo a los 13 y ya han pasado 10 años ¿Cómo puede sentirse la vida tan estable y mutable al mismo tiempo cuando estás cerca a tus amigos? ¿Cuándo dejaron de ser las clases de geometría e inglés tu única preocupación en el momento? Golpeo la realidad, y estoy en la orilla del mar pidiendo que me lleven a los 15 de nuevo, cuando creía que mis cálculos y lenguas eran el secreto para dominar el mundo.


Al darme cuenta que no podía correr contra el tiempo. Volví de nuevo al mar, lejos de las imaginaciones y cerca de los que quiero, la arena está caliente por el sol de treinta y tantos grados que se asomaba en la playa. - ¿Con que así se siente estar vivo? -, pensé mientras la arena abrasadora quemaba mis pies y corría de nuevo a ese cuerpo aguamarina que me empujaba, me llamaba, me recibía y me quería adentro. Antes de llegar a mar abierto y alejarme de la zona de bañistas, miro al horizonte y, cuando mis ojos dejan de distinguir la individualidad del cielo y del mar me pongo a llorar. Aproveché que nadie en la playa iba a verme ¿Agua salada o agua multicolor que sale de mis ojos? Solo yo iba a saberlo.


Con el agua hasta el cuello y ciego porque la sal de las lágrimas y del mar se confundieron, empiezo a buscarle explicación a mi llanto, tal vez estaba asombrado por sentirme tan miserable: “podría ahogarme ahora y nada pasaría”, “¡Qué amplio es el mar y qué minúsculo soy cuando estoy aquí!”. Cierro los ojos y empiezo a pensar de nuevo, quisiera vivir en tiempos más simples, cuando podía hablar solo en mi habitación sin ser juzgado, cuando podía saltar y gritar libre sin pensar en las consecuencias ¿Cuándo se volvió tan complicado? Quisiera volver de nuevo a la infancia, a la escuela, tener cinco años de nuevo y soñar sin límites. Quisiera usar mi imaginación para volar en vez de escapar.


Al ver que era un hombre sin dirección de nuevo, el mar me empujó de nuevo a la orilla donde estaba la mesa curtida por el ambiente y tronco traído por las olas, estoy nuevo en el momento pensando en que tengo que abrazar muy fuerte a mi abuela antes de que pasen cuatro años para verla nuevo, pienso en ver a mi familia materna a los ojos porque no sé si los vuelva a ver, pienso en que tengo que jugar en los arroyos con mi primo pequeño una última vez antes de que llegue a los 15 y sea un adolescente rebelde que está buscando encajar, pienso en que debo mirar al cielo y dar gracias por estar justo aquí, pienso en que debo mirar a mis tres amigos y decirles lo que el mar me enseñó mientras lloraba por los viejos tiempos:


Cuando se levantó lo hizo con cuidado, sus pies descalzos rozaban el pastizal húmedo por la pesarosa borrasca en blanco y negro que cayó en antaño. Su rostro pálido percibió por primera vez chispas de su amigo el sol; aquel amigo fulgente cuya presencia es indicio único de que tiempos mejores están por venir: la felicidad y la dicha infinita al amanecer.


Cuando se levantó lo hizo paso a paso, confiado en que no caería de nuevo. Los invasores se habían ido, los rostros dobles eran ilusiones ahora; caminando sobre las ruinas de lo que fue vio la daga miserable que su amado le dio, llena de anhelos imposibles y promesas rotas. En los escombros reposaba un árbol de naranjos que, por azar había echado raíces en medio caos aquella planta robusta tenía los frutos más frescos que se habían visto en el lugar.


Cuando se levantó sintió amor: amor por él, amor por los suyos, amor por lo nuevo. Su corazón latía emocionado con tanta fuerza que, las palpitaciones se escucharon la ciudad de oro, derrumbaron los escombros y muros del pasado.


Cuando se levantó, despidió finalmente la melancolía pintando el cielo con los colores que, por maravilla, el diluvio le había traído...



 

INSPIRACIÓN:

Inicie a escribir “Veinticuatro” en enero de 2022 como un intento de “manifestación” o un texto “aspiracional” más que una historia. Quería escribir esta historia pensando en cómo quería celebrar mis 24 años y no pensaba en más sino en las olas, el Sol, el viento, la tranquilidad y mi familia.


Desde hace mucho tiempo he sentido ese afán de querer ser libre, estar lejos de todos y todo, estar en un lugar en donde no existan ni el pasado, ni el futuro, estar perdido en el ahora… Esa sensación que nos llega de repente y queremos escapar en buen sentido y estar tranquilos por siempre, sin expectativas. Así que lo hice, el 11 de abril de 2022 estaba volando a Montería, reconectándome con “la tierrita” así que parte de las emociones y hechos que leen en esta historia pasaron de verdad, otros son ficción. Who knows.


Además de hablar sobre el mar y la calma que puede traer el escape, Veinticuatro habla sobre envejecer, crecer, madurar; ideas con las que ya he hecho las paces. Antes me daba un dolor en el pecho sentir que en cierto momento de mi vida iba a dejar de existir, que una o muchas décadas en el futuro iba a tener 40, 60 u 80 años, que en algún momento será la última vez que vea con vida a alguien a quien quiera mucho. El estar pensando constantemente en esas ideas me puso en una espiral de preguntas existenciales que no tienen respuestas y que sí o sí vamos a terminar confrontando porque no tenemos opción.


Lo que mi yo de 16, 17, 18, 19, 20 años no sabía era que el tiempo seguía avanzando, así que mientras me hacía esas preguntas, los momentos con los que quería se reducían y no los disfruté como debía ser.


Llegar a esa conclusión de "quiero sentirme bien", "quiero estar tranquilo" toma tiempo pero es mejor tomarla a tiempo, a morirnos intentando respondernos preguntas como "¿Qué se sentirá morir?¿Qué pasará cuando..?" . Veinticuatro muestra esa dicotomía o confusión que sentía y sigo sintiendo a veces, no somos perfectos y hacernos estas preguntas está bien, pero no podemos dejar que dominen nuestra calma y vida presente.


Quisiera seguir hablándoles de lo enamorado que me siento de todo últimamente, pero prefiero disfrutar esta etapa de “crecimiento”. Nos veremos de nuevo cuando la calma se vaya y me ponga en modo “autosaboteo” otra vez. - Finjamos que no escribí eso último, bye -.



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